jueves, 8 de enero de 2015

Crónicas de la Pequeña Jungla IV

Me encontraba acurrucado bajo el envés de la descomunal hoja, junto a mis hermanos, terminando de pasar la noche. Las primeras luces del día se abrían paso costosamente a través de la foresta. Aletargado, remoloneaba, agitando levemente mi rechoncho cuerpo, mientras me iba calentando. Al poco, me desperecé, agitando las espinas que me cubrían. Ante la expectativa de otra agradable jornada de alimentación, aceleré el paso, buscando un sitio privilegiado donde comenzar. Cada vez desaparecían antes las hojas, y ya no éramos tan diminutos, una pequeña horda devoradora. Por suerte el suministro alimenticio parecía no tener fin, pues los esmeraldinos tesoros de los que nos proveía el árbol se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. Bajé de la carcomida carcasa, dispuesto a centrarme en mi siguiente aperitivo cuando algo extraño llamó mi atención. Unas grandes manchas negras se aproximaban raudas por la rama. Terribles criaturas de fríos ojos, armadas con afiladas fauces y una armadura como la obsidiana que emitía destellos al ser expuesta de forma casual a los rayos vespertinos. Se dispersaron por doquier y, ante mi horror, vi como se abalanzaban contra mis hermanos. No importaba que fueran más grandes, ya que los ejecutaban con precisión marcial, en pequeños y eficientes grupos. La oleada no cesaba, aquella horda parecía tener un ansia mayor que la nuestra. Logré atisbar como los cadáveres de los míos eran arrastrados por la mortal marea, antes de que otros llegasen ante mí. Chasqueaban sus mandíbulas con anticipación, agitando nerviosamente sus antenas. El instinto de alimentarme fue rápidamente reemplazado por el de auto conservación. ¿Pero cómo podía evitar a unas criaturas tan veloces, siendo tan torpe? No tenía tiempo para pensar. Casi los tenía encima, e imaginaba con demasiada claridad como sus letales piezas bucales hendirían mi piel; una idea que pronto sería una acción inevitable. Salté. Con un poderoso impulso me precipité al vacío. Fui dando tumbos lo que pareció una eternidad, chocando contra la áspera superficie del árbol. Por suerte mi cuerpo podía resistirlo. Cuando aterricé en la alfombrada hojarasca me puse en alerta de inmediato, pero no parecía que hubiera más de esos crueles asesinos cerca. Me apresuré a avanzar, alejándome lo máximo posible de la zona. Caminé hasta el atardecer. Con la caída de la noche busqué refugio en una planta cercana. Me acurruqué en el envés de una hoja, completamente solo. No había visto a ninguno de mis hermanos en mi huida, podría ser incluso el último de mi camada. No había estado excesivamente unido a ellos, pero no podía evitar que me embargara un sentimiento de tristeza. Me hice un ovillo en la oscuridad, ahogándome en la primera de las muchas noches de soledad que me aguardaban.

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