Aquella jornada todo
era diferente. Me sentía agotado, más de lo normal. Intenté volar para
despejarme, pero tuve que aterrizar con torpeza en una rama cercana,
estrepitosamente. La fatiga me rodeaba como una espesa niebla, ralentizando mis
movimientos. Los días habían sido tremendamente intensos, drenando mi energía.
Y esta estaba llegando a su fin. No era difícil advertir que estaba viviendo la
etapa final de mi vida. Ante mis ojos el mundo se difuminaba. Ni siquiera
notaba si hacía calor o frío, pues todo mi cuerpo se entumecía por momentos.
Había disfrutado de mi vida, cumplido mi objetivo, no me arrepentía de nada.
Otra generación se abriría paso a través de mí, ocupando mi lugar en el mundo.
Cuando un eslabón se rompe, otro se forja y lo reemplaza. Intenté caminar, pero
mis temblorosas patas casi no respondían a mis órdenes. La oscuridad se apoderó
de mí y aflojé mi agarré. Me precipité contra el suelo, en una caída que duró
un segundo y una eternidad. Nadie recordaría la existencia de un ser tan
efímero como yo, una parte tan minúscula en esta tierra de titanes que ni
siquiera era tenido en cuenta. Ni siquiera mis hijos sabrían quien era, quien
había hecho posible que vivieran. Un atisbo de melancolía me asaltó al
pensarlo, sin embargo era inevitable. El destino de mi raza era no conocer a su
descendencia, la única huella verdadera que podía manifestar en el corto
espacio que permanecía aquí. Antes de que mi inerte carcasa chocara contra el
sotobosque me desvanecí, fundiéndome con el olvido.
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